En África, la vida no se vive en soledad. Los individuos nacen, crecen, ríen, lloran, construyen y evolucionan en el seno de una comunidad. Este modelo, lejos de ser una limitación, es una fuerza silenciosa, un baluarte contra el aislamiento y un motor de solidaridad.
Para nosotros, vivir juntos significa vivir para y con los demás. Este principio no se limita a la familia en sentido estricto. Se extiende al barrio, al pueblo, a la comunidad religiosa, a los ancianos, a los vecinos y a los hijos de los vecinos. Cada persona es responsable de la otra; cada persona lleva un poco de la otra.
Esto se refleja en los gestos sencillos de la vida cotidiana: una comida compartida sin previo aviso, un techo ofrecido por una noche o un mes, un campo cultivado juntos, un niño criado por varios padres. En África, el «yo» se sustituye a menudo por el «nosotros».
Este modelo comunitario, a veces percibido como arcaico, es en realidad un fundamento de la resiliencia. Nos permite afrontar las crisis con dignidad: cuando sobreviene la desgracia, la comunidad apoya, consuela y reconstruye. Cuando estalla la alegría, la celebramos juntos, con canciones, bailes y manos entrelazadas.
En los contextos modernos, este vínculo comunitario es cada vez más débil. Los retos urbanos, la globalización y las redes digitales, a veces deshumanizadoras, empujan a la gente hacia el individualismo. Pero la cultura de la convivencia sigue viva en el campo, en la tradición, en el corazón de quienes se niegan a ser egoístas.
Hoy, preservar esta vida comunitaria significa proteger un patrimonio africano inmaterial. Significa enseñar a los jóvenes que no están solos, que tienen un papel que desempeñar en el bienestar colectivo. Significa reinventar la comunidad en la era moderna: en las escuelas, las cooperativas, las asociaciones, las ONG.
Vivir juntos no es sólo compartir un espacio. Se trata de compartir un futuro. Y África sabe cómo hacerlo.