En África, acoger a un forastero no es casualidad. Es un acto sagrado, heredado de una sabiduría ancestral transmitida de generación en generación. Mucho más allá de la cortesía o el deber social, la hospitalidad es un lenguaje del alma, un acto de fe.
En muchas tradiciones africanas, el forastero es considerado un enviado, a veces incluso una deidad viajera. Estas historias, aún vivas hoy en día, relatan cómo seres sobrenaturales, disfrazados de viajeros, visitaban a familias sencillas. Generosamente recibidos, alojados, alimentados y respetados, estos misteriosos visitantes dejaban tras de sí un reguero de bendiciones: tierras fértiles, hijos largamente esperados, paz, curación y riqueza espiritual.
Estas historias no son meros cuentos. Tienen una función educativa y de construcción de la identidad. Nos recuerdan que la humanidad se mide por la acogida que damos a los demás. Aunque no conozcas su nombre, su lengua o su historia, los extraños merecen un sitio en la mesa, un lugar a la sombra donde descansar y una mirada amable.
En algunas regiones, esta tradición se sigue practicando a diario. No hace falta ser rico para dar. Lo más importante es compartir lo que se tiene, aunque sólo sea un vaso de agua o una palabra amable. La hospitalidad se convierte entonces en un acto de grandeza invisible, un vínculo silencioso entre mundos.
En una época marcada por las fronteras, la desconfianza, el exilio y las crisis, este patrimonio africano es una luz preciosa. Nos recuerda que cada rostro desconocido es una oportunidad para la humanidad, una ocasión de sembrar el bien, sin esperar nada a cambio.
Acoger a la gente significa creer que la riqueza no viene sólo de las posesiones, sino de los vínculos que forjamos. Y los antiguos lo sabían. Por eso, el extranjero entre nosotros no es un intruso. Es un invitado especial, a veces portador de un destino.