No sé si habrán leído la noticia o la habrán podido ver en el informativo televisado: el pasado 1 de agosto, en la popular playa del Sotillo (Granada), una embarcación arribó cargada con migrantes de origen magrebí que se lanzaron al mar a unos pocos metros de la orilla y nadando llegaron a la playa abarrotada de bañistas y sombrillas. En unos instantes, nueve de ellos acabaron tumbados sobre la arena de ese trocito de costa, retenidos por usuarios de la playa que corrieron hacia ellos, los derribaron y los inmovilizaron hasta la llegada de la Guardia Civil. Se trasladó a la mayoría de estas personas al Centro de Atención Temporal de Extranjeros (CATE) del puerto de Motril, mientras algunos de los testigos de la escena expresaban indignación y repulsa en redes sociales y ante medios de comunicación frente a tanta innecesaria violencia, protagonizada por un pequeño número de bañistas. Estas escenas me hicieron preguntarme qué puede impulsar a una persona que pasa el día en la playa a levantarse de su toalla y ponerse a cazar a otros seres humanos que lo acaban de arriesgar todo.
Les confieso que el vídeo viral que se usó como base de esta información me dejó muy mal sabor de boca. Sin embargo, pasados los días, me tranquilizó leer análisis del suceso más reposados, como el del diario Público, que explica que se cortó y manipuló el vídeo original para mostrar solo una pequeña parte del suceso. De hecho, en realidad, parece ser que otras grabaciones y testimonios revelan que muchos de los presentes intervinieron para proteger a los recién llegados, pidiendo calma e incluso reprendiendo a quienes intentaban retener a las personas que se lanzaron desde la embarcación a ganar la orilla. Según Público y la experta a la que entrevistaron al respecto, la profesora Laura Camargo, la narrativa amplificada por cuentas vinculadas a la extrema derecha, reforzando discursos xenófobos en base a esa manipulación, evitó mostrar la solidaridad de los bañistas que querían socorrer a estas personas. La moraleja es que somos más los que estamos en contra del racismo y la xenofobia que quienes atacan a gente que llega en condiciones terribles a nuestra tierra. Algo que me hizo recordar un acontecimiento similar que ocurrió en la playa de la Tejita, en el municipio de Granadilla de Abona (Tenerife), en el que los que arribaron fueron recibidos solidariamente, con agua y atenciones, por los bañistas.
Me alivia enormemente saber que hay más solidaridad en esa playa que racismo, aunque soy consciente de que la actitud de quienes se erigieron en policías improvisados no es un hecho aislado: desgraciadamente, es la expresión viva, encarnada en gente corriente que pasaba la jornada descansando al sol, de un clima tóxico que nos está ganando, alimentado por discursos xenófobos que se normalizan entre responsables políticos y otras personalidades públicas. Constato con enorme pesar que una parte de nuestra sociedad se siente con derecho a actuar al margen de las instituciones y ejercer el control social y la violencia reservada legítimamente a fuerzas y cuerpos de seguridad.

Creo que es el momento de recordar que, solo el año pasado, casi 10.000 personas murieron o desaparecieron en la vía que une las costas africanas y las canarias. Seguimos recibiendo a diario cayucos, pateras y lanchas, muchas con personas fallecidas a bordo, con niños y bebés en su interior, mientras otras embarcaciones acaban engullidas por el mar, desaparecidas para siempre. A pesar de estos datos y de la realidad del continente vecino, marcada por desafíos múltiples que empujan a los ciudadanos africanos a, en ocasiones, abandonar su tierra, los titulares de tanta tragedia humana acaban sepultados entre la publicidad estival y la sobreexposición informativa, sin conmovernos.
Creo que es necesario, una vez más, recordar que el enfoque dominante en los medios, que trata la migración como una opción forzosamente irregular que consideramos un delito, es erróneo. También que, cuando se externalizan fronteras, se refuerzan controles y se criminaliza a quienes buscan oportunidades, se empuja a quienes quieren llegar a nuestras costas hacia rutas cada vez más peligrosas. No podemos dar por sentado que todos los africanos quieren venir a Europa ni que todos los movimientos migratorios que se dan en suelo africano son sospechosos: de hecho, las migraciones circulares cíclicas y la búsqueda de oportunidades en diferentes polos económicos, además de los desplazamientos por diferentes motivos atravesando fronteras africanas, son muy normales. África alberga una población joven que se enfrenta al cambio climático, la fragilidad política y la pobreza estructural con valor y que migra en ocasiones buscando mejores oportunidades. A veces consideran que la mejor alternativa está fuera del continente y ante la dificultad de conseguir visado y llegar de manera legal, se desplaza través de rutas irregulares suicidas como la canaria. Muchas de estas personas son niños que acaban en nuestras aulas y calles y a los que partidos ultraderechistas señalan, estigmatizan y maltratan, como si no fuera infancia a proteger.
Soy de los que considera que la humanidad de una política se mide por su capacidad de prevenir tragedias, no por el discurso, y que el progreso de una sociedad también es visible en cómo trata a los más vulnerables. El caso de Granada muestra un salto preocupante: ciudadanos que se atribuyen funciones de control social, en ausencia o al margen del Estado de derecho. Sin embargo, también nos muestra que en todas partes hay solidaridad y que resiste un sustrato de empatía y una posibilidad de conexión entre personas que debemos cuidar y animar. Quizás también un recuerdo de nuestra propia experiencia migrante, parte de nuestro ADN y de la intrahistoria de nuestro país.
Me satisface recordar que, durante los casi veinte años de existencia de Casa África, hemos trabajado para construir puentes culturales, artísticos, empresariales e intelectuales entre el continente africano y España. Conocemos historias personales, trayectorias truncadas, la experiencia de jóvenes que no llegan a cumplir sus sueños o, como mínimo, a alcanzar la seguridad que damos por sentada, a estar escolarizados, a trabajar y poder compartir sus medios con sus comunidades. Intentamos apoyar las iniciativas que dan visibilidad a historias concretas con nombres y rostros y que nuestra sociedad no se acostumbre a banalizar la muerte en el mar como una estadística lejana. También promovemos debates, encuentros e iniciativas que ponen de relieve que África no es solo un continente maldito, condenado al éxodo: es cultura, innovación y colaboración.
Creemos firmemente en las posibilidades de la movilidad legal y las vías protegidas, en un contexto de relaciones económicas justas, inversiones en educación, emprendimiento y cultura, además del acercamiento entre personas, instituciones y gobiernos. También en la capacidad de la ciudadanía de exigir mejores políticas, rechazar la xenofobia y el racismo y ejercer la solidaridad.
Sé que la mayoría es consciente de que la migración no es disrupción: es necesidad y oportunidad. Es humanidad. Por eso, nos comprometemos a no permitir que se normalice la muerte en nuestro mar, ni que la indignación se convierta en indiferencia o violencia improvisada. Cada vida perdida en el océano y cada agresión a los más débiles es un fracaso colectivo.
Mientras escribo estas líneas, me llega la noticia de que se acaba de localizar a 49 polizones en mal estado y en situación muy precaria, que lograron entrar en un remolcador procedente de Dakar que se dirige al puerto de Arrecife, en Lanzarote. Cruz Roja ya ha montado el operativo de socorro correspondiente para recibirles. Les pido que, ante esta noticia, intenten ponerse en el lugar de una de esas personas asustadas, con hambre, quizás víctimas del calentamiento global o la guerra, y que dentro de poco tocarán tierra en nuestras islas. Les ruego que no desvíen la mirada y ejerzan esa empatía que, a veces, parece que nos falta.