La cumbre de Sevilla ha sido un éxito de organización y de imagen para España, pero se queda corta al no haber cortado de raíz el problema que ahoga al continente africano.
Terminó ayer la Cumbre de Sevilla para la Financiación Internacional al Desarrollo, poniendo fin a un evento gigantesco en el que durante cuatro días y bajo un calor abrasador (por si hacían falta excusas al abordar la financiación internacional por el impacto del cambio climático) han participado más de 15.000 delegados que representaban a cerca de 150 países. La organización de la Cumbre ha sido un éxito, que ha evidenciado el compromiso de nuestro país con el desarrollo sostenible y con el llamado Sur Global, el de los países en desarrollo.

El reto de esta reunión era mayúsculo: buscar soluciones para los países menos desarrollados en un momento de crisis globales. Empezaron con la pandemia y su posterior resaca, siguieron con la guerra de Ucrania y se juntaron con la cada vez más agresiva emergencia climática. En el último año, llegó el giro radical de Donald Trump contra la cooperación internacional, pero también la reducción de los grandes donantes a sus partidas de ayuda al desarrollo (incluidos países europeos como Alemania, Reino Unido o la vecina Francia). Un contexto complicado, pues, para una cumbre que apelaba a la solidaridad internacional en un momento global profundamente insolidario.
La retirada norteamericana del gran acuerdo final que acompaña esta cumbre, ratificado por hasta 149 países del mundo, nos da la pista del momento ‘incómodo’ que vivimos, y que ha hecho que todo termine con sentimiento agridulce: de la lectura del documento final de la Conferencia, llamado ‘Compromiso de Sevilla’ (negociado durante los últimos meses hasta contar con el apoyo de 192 países), no sale uno convencido de que vayan a cambiar las cosas.
Porque el Compromiso de Sevilla no ha permitido una solución al que podríamos llamar el gran elefante en la habitación: la deuda externa. No ha sido capaz de plantear medidas audaces que pongan fin a una realidad palmaria: que más del 75% de los países de bajos y medianos ingresos del mundo dedican más al servicio de la deuda que a la sanidad.
En 2023, por primera vez, las naciones subsaharianas africanas gastaron más en pagos de intereses de la deuda que en educación. Entre 2019 y 2021, una alarmante cifra de 25 países africanos (casi la mitad del continente) gastaron más en pagos de intereses que en salud. Esto significa que casi seis de cada diez africanos (751 millones de personas) vive en países que destinan más fondos a pagar los intereses de la deuda externa que a los servicios básicos para sus ciudadanos. ¿Cómo va a desarrollarse África con esta losa de más de 1.800 millones de dólares que la asfixia?
Cada euro o dólar que África destina a pagar esos intereses es uno menos para avanzar hacia el desarrollo, formar a su juventud o mejorar la salud de sus ciudadanos. Y en términos de país y de su economía, el alto costo de la deuda está erosionando el espacio fiscal y la capacidad de importar e impide que África desarrolle una base económica diversificada, fortalezca las cadenas de valor de producción local y reduzca su dependencia de las materias primas para la exportación. La deuda, en definitiva, sigue favoreciendo el modelo colonial de exportación de materias primas. El saqueo.
Porque hay un tema fundamental en todo este asunto que es profundamente perverso. Históricamente, la mayor parte de esta deuda estaba en manos de acreedores oficiales, como países de altos ingresos y prestamistas multilaterales (por ejemplo, el Banco Mundial y el FMI). Sin embargo, esta dinámica ha cambiado de forma drástica, porque ahora los acreedores privados son los principales tenedores de la deuda externa africana, concentrando más del 43% del total. Estos incluyen bancos y fondos de inversión, como Blackrock, HSBC, Goldman Sachs, JP Morgan y UBS, que buscan el mayor rendimiento posible a su dinero sin tener en cuenta desarrollo ninguno. El reparto del resto recae en los acreedores multilaterales (un 34%) y los bilaterales (23%, siendo aquí China el más relevante).
Esta dependencia de la financiación comercial implica barbaridades como que algunos países estén pagando cada mes sus cuotas de servicio de la deuda con tasas de interés promedio de hasta un 9.8% en algunos países africanos. Esta misma semana, por ejemplo, leíamos un informe del Banco Barclays que sitúa a Senegal con una deuda del 119% de su PIB, un dato que, de confirmarse, situaría a este país vecino como el más endeudado de África.
Y la Cumbre de Sevilla ha tomado algunas decisiones interesantes, como asegurar potenciales moratorias de la deuda en casos de catástrofes humanitarias, medioambientales o guerras, algunos avances hacia una mayor transparencia fiscal y de lucha contra los paraísos fiscales o la creación de una plataforma de países deudores, pero, en el fondo, me duele pensar que como en otras ocasiones, hay mucha palabrería y poca acción real, que en Sevilla el mundo no ha sido capaz de encontrar verdaderas soluciones audaces a esta asfixia.
Los responsables de Naciones Unidas dicen que, teniendo en cuenta el contexto global, el resultado de la Cumbre es esperanzador y que lo que se ha firmado en Sevilla es “una plataforma de lanzamiento para la acción y la toma de medidas que mejoren los medios de vida en todo el mundo”, en palabras de nuestro ministro de Economía, Carlos Cuerpo.
Ojalá, realmente, sea así, y que esta cumbre marque verdaderamente un camino hacia la toma de decisiones globales como la cancelación de la deuda de los países más pobres, quizás la única vía posible para liberar recursos para el desarrollo. Me gustaría vivir en un mundo donde la solidaridad, la justicia y la empatía impulsasen medidas con un enfoque integral que combinase la cancelación de la deuda con una reforma del sistema financiero internacional, que evitase que los depredadores aprovechen la debilidad de los países en desarrollo para aumentar su cuenta de beneficios y el reparto de dividendos a unos pocos milmillonarios.
Eso, junto a la capacidad de los africanos para movilizar sus recursos internos, encontrar el potencial de un mercado único africano como el que se empieza a trabajar en la Zona Africana de Libre Comercio y ser capaces de alcanzar su pleno potencial de desarrollo, dando empleo y esperanza a una población joven y dinámica que sueña con prosperar en sus propios países.
El de la deuda es un tema que sigue presente para los países en desarrollo como una soga en el cuello. Este es un asunto del que llevo escribiendo periódicamente desde 2019 (hasta en cinco ocasiones sobre deuda y algunas otras más sobre la financiación climática). Además, más allá de las palabras, en Casa África albergamos el pasado mes de marzo dos reuniones con entidades y organismos públicos y privados, nacionales e internacionales, liderados por dos ministerios del Gobierno de España (Economía y Asuntos Exteriores), que preparaban el camino a esta cumbre concreta y cuyo trabajo previo fue fundamental en lo que se refiere a avanzar propuestas y definir objetivos.
El año 2025 fue declarado por Naciones Unidas como el Año de las Reparaciones y esta Cumbre ha sido un paso importante pero no del todo aprovechado para impulsar un ‘reseteo’ del sistema en favor de África, el continente más afectado por las injusticias históricas y económicas, la esclavitud y el colonialismo. Si a África le va bien, nos irá bien a todos, y ahora la inacción del mundo desarrollado permiten que se mantengan los privilegios de un sistema de financiación cruel que está enriqueciendo, sin ningún rubor, a los más ricos.
La de la deuda externa, pues, es una cuestión central para la soberanía africana y las posibilidades de los países de ese continente, sometidos a una presión injusta y aplastante. Con sus fallas e incongruencias, el encuentro de Sevilla aporta, en este sentido, un marco de reflexión y entendimiento valioso que debemos aprovechar para avanzar. Ojalá, pues, que esto marque el arranque de un camino hacia la justicia