El Fondo Monetario Internacional volvió a recortar ayer sus previsiones de crecimiento para África subsahariana. El ajuste añade presión a unos gobiernos que ya revisan al alza sus necesidades de financiación antes de la próxima ronda de emisiones de deuda. El nuevo mensaje, firmado por Abebe Selassie, director para África del FMI, habla de un crecimiento del 3,8 % en 2025, cuatro décimas menos de lo que se esperaba en octubre del 2024. A primera vista parece un jarro de agua fría, pero el dato cobra otro color cuando se compara con el 2,8 % que el FMI asigna al mundo entero para el 2025.
El mapa de África Occidental añade matices. Senegal sueña con cifras de dos dígitos gracias al inminente inicio de la producción en los yacimientos de hidrocarburos de Sangomar y Grand Tortue Ahmeyim: el FMI le adjudica un 8,8 % de expansión en 2025, un ritmo que ni los Tigres Asiáticos se permiten ya. También, Costa de Marfil aspira a un crecimiento del 6,4 %, impulsado por su doble oro—el cacao que bate récords y el crudo de los depósitos de Baleine y Calao. Ghana, tras someterse a una terapia de choque para domar la deuda, confía en un 4 %; Nigeria, después de desmantelar un subsidio a la gasolina que ha durado medio siglo y de dejar al naira moverse por su cuenta, se deberá conformar con un crecimiento -del 3,2 % mientras la inflación todavía muerde los bolsillos.
Nada de esto ocurre en el vacío. Washington ha vuelto a encender el faro proteccionista con un arancel ‘de base’ del 10 % a casi todas las importaciones y un castigo especial del 25 % a automóviles, acero y aluminio. Bruselas, Pekín y medio planeta observan la maniobra; los precios del transporte suben; las cadenas logísticas se reconfiguran. Para países que dependen de vender petróleo, cacao o fosfatos, la noticia significa menos divisas y más presión sobre unos presupuestos ya ajustados por los intereses altos.
La región encaja este golpe con otro doloroso: el 29 de enero, Mali, Burkina Faso y Níger consumaron su divorcio de la CEDEAO. El llamado Brexit saheliano implica nuevas aduanas, pasaportes distintos y la más que probable entrada de asesores militares rusos y turcos allí donde antes patrullaban soldados franceses. Cada tonelada que cruza esa franja paga ahora una prima extra de incertidumbre, y las aseguradoras suben tarifas porque el riesgo no es solo económico, también es físico.
Como telón de fondo, el clima aprieta. Un informe reciente de la Organización Meteorológica Mundial calcula que las emergencias meteorológicas ya se llevan entre el 2 y el 5 % del PIB africano cada año y obligan a desviar hasta el 9 % del gasto público hacia inundaciones, sequías y ciclones. En 2024, las lluvias del monzón arrasaron buena parte del Sahel y la cuenca del Níger: 1 460 muertos y 8,5 millones de damnificados en veinte países. El precio del arroz se duplicó en Kano, Nigeria, y el del tomate se disparó en Cotonú, Benín, a la semana siguiente. Se entiende, entonces, que el FMI avise de que, sin inversión en adaptación, la productividad agrícola podría caer otro 9 % antes de que termine la década.
En los despachos de Abuja, Accra, Dakar y Abiyán cada gobierno libra su propia batalla. Nigeria presume de valentía por suprimir un subsidio que devoraba el 3 % del PIB, pero paga el coste político de una inflación del 25 % y un naira que perdió un tercio de su valor. Ghana recorta gasto corriente, renegocia 8.700 millones de dólares de deuda externa y confía en que el ajuste detenga la sangría del cedi. Senegal, recién estrenada la presidencia de Bassirou Faye, encaja el hallazgo de un déficit mayor y se agarra al maná gasífero para cuadrar cifras sin ahogar la inversión social. Costa de Marfil navega entre la euforia por los precios del cacao—que benefician al erario—y el temor a un recalentamiento fiscal de cara a las elecciones presidenciales de octubre del 2025.
Y entonces aparece España, o más bien Canarias, a apenas 1 400 kilómetros de Dakar. El archipiélago suma dos bazas: la Zona Especial Canaria, con un impuesto del 4 %, y el paraguas jurídico de la Unión Europea. Esas credenciales convierten a Las Palmas y Santa Cruz en puerta atlántica para tres líneas de negocio. Primero, los servicios a la energía: mantenimiento de buques, avituallamiento y formación para los nuevos pozos offshore senegaleses y marfileños. Segundo, la transición verde y el agua: desalación, eólica flotante y microrredes capaces de alimentar islas caboverdianas o aldeas sahelianas donde el diésel es un lujo. Tercero, el back‑office digital: Nigeria lidera la captación de capital fintech en el continente, pero probablemente necesite nubes seguras ancladas a derecho europeo.
Quien tema al riesgo tiene herramientas. La financiación mixta—subvenciones del programa europeo Global Gateway, garantías del BEI y capital privado—amortiguan el primer impacto. Las cláusulas de estabilización blindan contratos frente a vaivenes regulatorios. Reservar un 10 % del presupuesto para drenajes y seguros paramétricos evita que la primera inundación convierta una autopista en obra fantasma. Y las joint ventures con pymes locales reducen el peligro de expropiaciones y, de paso, generan empleo donde más falta hace.
El reloj, sin embargo, corre deprisa. El FMI recuerda que once de las veinte economías que más crecerán esta década son africanas. Al mismo tiempo, la deuda externa se encarece y el dólar manda. Turquía ya financia y construye carreteras, China extiende vías férreas y Rusia vende seguridad a quien la pague. España parte con la ventaja de la cercanía y la bandera europea, pero el asiento de cabeza no se reserva solo: hay que ocuparlo.
Porque la pregunta decisiva no es si África Occidental crecerá -eso está fuera de duda- sino con quién quiere crecer. Y el barco, como cada mañana en Dakar, no espera a los indecisos.