
En los Juegos Olímpicos de Sídney 2000, mientras el mundo aplaudía récords y marcas imposibles, en un rincón de la piscina olímpica ocurrió una historia diferente, una que no se midió en medallas sino en coraje. Allí emergió, inesperadamente, la figura de Eric Moussambani, un joven desconocido de Guinea Ecuatorial que había aprendido a nadar apenas unos meses antes.
Su preparación distaba mucho de cualquier estándar profesional. En su país, donde las piscinas olímpicas eran inexistentes, sus primeros intentos de natación ocurrieron en el mar, guiado por la paciencia de un pescador. Más tarde, consiguió permiso para entrenar en la piscina de un hotel en Malabo, de apenas doce metros de longitud, donde solo podía practicar durante la madrugada, evitando coincidir con los huéspedes.
A través de un programa olímpico diseñado para dar visibilidad a países en desarrollo, Eric obtuvo su plaza. Así llegó a Australia sin haber sentido jamás la inmensidad de una pileta de cincuenta metros. Era la primera vez que pisaba un escenario de semejante magnitud, rodeado de cámaras, jueces y espectadores de todo el planeta.
El día de su debut en los 100 metros libres, el destino le reservó otro giro inesperado: sus dos rivales fueron descalificados por salida en falso, dejándolo solo frente al agua. Sin oponentes, sin referencias, sin más competencia que su propio miedo.
Al sonido de la partida, Moussambani se lanzó decidido. Cada brazada era un esfuerzo titánico, una lucha abierta contra la fatiga. Los últimos metros se convirtieron en una agonía a la vista de todos; el público, que al principio observaba con sorpresa, pronto comenzó a alentarlo con una ovación cerrada, acompañando su batalla hasta el último toque de pared. Su tiempo fue el más lento registrado en la historia olímpica de la prueba: un minuto y cincuenta y dos segundos. Pero aquel cronómetro no midió lo esencial.
Cuando los periodistas lo abordaron tras la carrera, su respuesta fue simple y desarmante: había querido viajar y vivir la experiencia. Pero su gesto fue mucho más que un viaje. Se convirtió en símbolo de perseverancia, de valentía frente al ridículo, de entrega sin garantías de éxito. La historia de Eric recorrió el mundo y tocó fibras profundas.
El eco de aquella zambullida resonó en Guinea Ecuatorial. Se construyeron piscinas olímpicas, el país invirtió en instalaciones deportivas, y Moussambani, con el tiempo, no solo perfeccionó su estilo y sus marcas —llegando incluso a bajar del minuto— sino que se transformó en entrenador y presidente de la federación nacional de natación.
Hoy, su nombre sigue recordándonos que no siempre gana quien llega primero, sino quien tiene el valor de estar en la línea de salida, aun cuando el reto parezca inabarcable. Que a veces el mayor triunfo es, simplemente, atreverse.
Fuente: es.wikipedia.org, as.com, @erika.samaniego._