La figura de Nkrumah ocupa un lugar paradójico en la historia de la unidad africana. Su legando no se traduce en un proyecto realizado, sino en una utopía estructurante que sigue interpelando al continente y exponiendo sus contradicciones internas. La propuesta radical de una federación continental – los “Estados Unidos de África” – choca aún hoy con la realidad fragmentada de la Unión Africana, heredera directa de las opciones institucionales que privilegiaron la cooperación interestatal en detrimento de la integración supranacional.
Este desencuentro no es casual. La tensión entre el modelo nkrumahista y el modelo funcionalista se convirtió, desde el principio, en el eje central de la trayectoria panafricana. Mientras Nkrumah defendía la urgencia de una unión política inmediata como única barrera efectiva contra el neocolonialismo, los fundadores de la Organización de la Unidad Africana optaron por un gradualismo que preservaba las fronteas coloniales y reforzaba la soberanía nacional. Esa elección, pragmática y defendible en ele contexto de los años 1960, consolidó un status quo que, si bien garantizaba una estabilidad mínima, consagró la fragmentación y debilitó la posibilidad de una soberanía colectiva sólida.
Hoy, el legado de aquella encrucijada fundacional sigue palpable. La Unión Africana, con su parlamento simbólico y sus mecanismos de integración, atestigua la persistencia de la utopía nkrumahista. Sin embargo, la operacionalización de ese ideal tropieza con lo que algunos analistas denominan la “razón de Estado” de las élites gobernantes, renuentes a ceder parcelas de soberanía que son la base de su poder y privilegios internos. A esto se suman la dependencia estructural de las economías africanas frente al capital global y la baja densidad de la integración intraafricana. Iniciativas como la Zona de Libre Comercio Continental Africana señalan avances, pero, a la luz de Nkrumah, siguen siendo insuficientes mientras no vayan acompañadas de un núcleo político capaz de sostener una autonomía efectiva.
Ahora bien, ese legado no está exento de sombras. La centralización autoritaria en Ghana, la represión de opositores y la idealización de una unidad inmediata revelan las ambigüedades de un proyecto que, al pretender acelerar la historia, corrió el riesgo de silenciar la pluralidad africana. Por ello, la crítica contemporánea debe, por tanto, reposicionar a Nkrumah no como fórmula a reproducir, sino como horizonte normativo: un espejo crítico que denuncia la incompletitud de la liberación africana y la necesidad de superar el modelo estadocéntrico que la OUA consagró.
En definitiva, pensar la unidad africana hoy implica, por tanto, reconocer la derrota táctica del modelo nkrumahista para rescatar su victoria estratégica como horizonte normativo. Su visión, inalcanzada en su forma original e incompleta en su prática democrática, se revela sin embargo indispensable. Lejos de ser una reliquia, actúa como un espejo crítico y una brújula que continúa orientando – e interpelando – cualquier proyecto genuino de emancipación colectiva para el continente.