En un mundo cada vez más tensionado por discursos excluyentes, aún hay quienes eligen tender la mano. Son profesionales, voluntarios y funcionarios que trabajan, muchas veces en silencio, por la dignidad de las personas migrantes. Lo hacen desde centros de acogida, organizaciones sociales o servicios públicos, con la convicción firme de que nadie sobra.
Quienes huyen de sus países no lo hacen por capricho. Escapan del miedo, de la pobreza, de guerras o del hambre. Y llegan con lo puesto, pero con una esperanza intacta: la de ofrecer un futuro mejor a sus padres o hijos. No siempre reciben una bienvenida justa. Pero sí encuentran, afortunadamente, a personas que les ayudan a reconstruir sus vidas desde el respeto.
Más allá de las fronteras y las diferencias, hay una verdad difícil de ignorar: somos una sola familia humana. No importan los colores de piel, las lenguas o las creencias. Importa la voluntad de convivir y de reconocernos en el otro. Esa es la base de cualquier sociedad realmente fuerte.

Muchos migrantes hoy trabajan en tareas esenciales que otros rehúsan. Cotizan, contribuyen, cuidan. Sin su esfuerzo, sería imposible sostener muchas estructuras que damos por sentadas. Nos benefician como sociedad, aunque a veces se les niegue hasta el reconocimiento más básico.
Frente a la intolerancia y al rechazo, el amor y la compasión siguen siendo un acto de resistencia. También lo es la alegría de sabernos comunidad. No hay nada más revolucionario que ver en el rostro del otro a un igual, alguien que merece vivir con dignidad.
El reto está en seguir construyendo, cada día, un mundo más justo. Uno en el que todos, sin distinción, podamos convivir, trabajar y soñar. Porque nadie sobra.
[*] Inspirado en un post de Facebook de Pepe Hernández López